lunes, 31 de mayo de 2010

Supervivencia



Existir es comprenderse o interpretarse en el mundo
Gadamer, S. XX d.C


Lo único común a todos los seres vivos de la Tierra es el instinto de supervivencia genético que todos albergamos en algún lugar de nuestra cadena de ADN.

El samurai pescaba plácidamente a la orilla del río.
Quizás no fuese una pesca tan plácida, ya que llevaba varios días sin comer y su estómago impacientaba el placer de la pesca y exigía una pronta finalización de aquel periodo de ayuno.

Algunas horas después algo picó en el anzuelo y tiró con fuerza y ansiedad intentando evitar lo que parecía inevitable.
La lucha duró unos minutos pero se desequilibró, como es natural en estos casos, a favor de nuestro amigo el samurai que al poco sacó a la orilla un hermoso ejemplar y comenzó ya a visualizarlo sobre el fuego.

Todavía coleaba la presa sobre la orilla cuando de la maleza surgió un gato salvaje, tan hambriento o más que el samurai, que de un salto veloz intentó coger el pez entre los dientes y salir corriendo.

El acto del samurai fue más instintivo que racional, pues en apenas un segundo había tomado su espada y cortado la cabeza del gato, quien al sentir cómo la vida se le separaba en dos, emitió un desgarrador sonido de muerte.

Aquel grito de exhalación de aliento fue tan terrorífico que el samurai se quedó petrificado.
El grito comenzó a repetirse una y otra vez en su mente, una y otra vez, una y otra vez.

Por supuesto no pudo comerse aquel pez y continuó ayunando, pero el problema fue mayor al darse cuenta de que tampoco pudo dormir, ni pudo descansar en todo el día siguiente, ni pudo practicar sus artes marciales, ni meditar, ni nada de nada.
El samurai sólo tenía una cosa en la cabeza, el grito horrible del gato al morir.
Repetidamente en su mente. Aquel grito le obsesionó tanto que tomó la decisión de ir a explicarle la situación a su maestro samurai.

El sabio maestro escuchó en silencio el relato y quedó en silencio un buen rato después del mismo.
Nuestro protagonista esperaba también en silencio y expectación sus palabras, con el deseo ferviente de que se le ocurriese alguna solución para aquel terrible problema.

Pero el maestro no encontró solución alguna:
-No puedo ayudarte con este gran problema que te asola, -le dijo-, lo único que puedo hacer es ayudarte a morir para que de una vez por todas ese grito que tienes en tu cabeza te deje descansar.
Arrodíllate-continuó- y déjame tu espada para que pueda separar también tu cabeza de tu cuerpo y de esta manera liberarte.

El samurai quedó perplejo durante unos instantes pero al poco comprendió que su maestro tenía razón, como siempre, y que aquella era la única solución.
Así que resignado se levantó, entregó su espada a su maestro y ceremoniosamente se arrodilló para ser decapitado.

El maestro se acercó a él, levantó sus brazos sobre su cabeza preparándose para asestar el golpe, y cuando ya bajaban con fuerza para cortar la cabeza de su pupilo, se detuvo al escucharle decir:

-Espera, espera, maestro. Mi problema parece haberse solucionado de repente. Ya no escucho ningún grito. Sólo escucho el sonido de una espada cortando el viento.

Cuento oriental anónimo

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